Mi estrella

11/3/20246 min leer

Érase una vez una estrella nueva en un cosmos brillante e inmenso. En algún momento indeterminado pasó de la tierra al firmamento, sin previo aviso, y se encontró en un entorno inédito y completamente diferente de todo lo que había conocido hasta entonces. Su cuerpo se había transformado en materia; ya no poseía ojos, ni boca, ni manos, ni cabeza... ni siquiera corazón. Ya no era un ser humano, había dejado de existir, pero sin embargo estaba en algún lugar abstracto, presumiblemente vivo, donde incontables puntos de luz revoloteaban a su alrededor produciendo un murmullo de fondo parecido al de risas nerviosas.

«¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar?», se preguntaba la estrella, mirando sin ver todo lo que la envolvía, como si se encontrase dentro de un caleidoscopio gigante. Trataba de descifrar alguna conversación o identificar algún sonido reconocible, sin éxito. Intentaba moverse, hablar, incluso despertar de lo que parecía tratarse de un sueño fantástico y distópico en demasía, provocado, casi con seguridad, por su gran interés en temas misteriosos, irracionales y difíciles de explicar. Había caído en su propia trampa del escepticismo y allí estaba, en una dimensión insólita, de la que no sabía cómo salir.

Siempre se había considerado una persona práctica y pragmática, firme a la hora de tomar decisiones y hábil en la resolución de conflictos. Pero eso era «¿cuándo? ¿antes, cuándo?¿dónde?», su mente inexistente repetía una y otra vez. Para no entrar en un bucle sin salida, se forzó a parar, sin saber de qué manera, pero lo hizo. Debía calmarse.

Y entonces sí, lo vio claro.

Una alfombra inmensa de luces saltarinas con un sonido similar al canto de una sirena le daba la bienvenida a lo que ya era su nuevo hogar. Veía y oía con claridad. No sabía cómo pero no le importaba. Sintió un balanceo muy agradable que le transportaba en volandas a través de ese brillante mar. Y en lo que le había parecido solo una melodía, empezaron a desvelarse letras, que fueron formando palabras, que acabaron conformando una preciosa balada:

Bienvenida estrella, bienvenida. Bienvenida estrella, a tu nuevo hogar. Nada tienes que temer. Eres luz y en la luz estás. Como todas nosotras. Nada tienes que temer. Esta es la última parada del camino de la vida, pero la vida sigue. En este nuevo mundo las almas se encuentran y se transforman. Como todas nosotras. Nada tienes que temer. No sientas tristeza, sino alegría. No sientas culpa, sino orgullo. Nada tienes que temer porque nosotras, las estrellas, somos luz. Aquí no existe el tiempo, solo el infinito. Y no temas, todo está bien, ya lo verás. Confía.

Bienvenida estrella, bienvenida a tu nuevo hogar.

Al finalizar la canción quedó en el ambiente el murmullo de fondo, de nuevo indescifrable, y la estrella dudó si aquellas letras existieron o fueron fruto de su imaginación. Pero el mensaje era claro, porque seguro que había mensaje en aquellas palabras.

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Érase una vez una chica que arrimaba su ojo en el pequeño circulito del telescopio amarillo, que había pertenecido a su padre, intentando divisar alguna de las maravillas que el firmamento ofrecía. Su hermana la había enseñado cómo se manejaba pero aún con eso le costaba distinguir algún planeta o estrella. Si tenía suerte podía ver a algún pájaro que se colaba dentro de su radio de visión y cuando se cansaba de mirar hacia la nada, inclinaba el aparato y se quedaba observando el mar. Jugaba con el catalejo y le gustaba dibujar con un dedo una línea imaginaria que unía el azul del mar con el del cielo. Uno salpicado por las olas y el otro por las nubes. ¡Qué misteriosa es la naturaleza!

Pero entonces, algo ocurrió, una noche en la que las estrellas invadían el firmamento, vio con total claridad, sin necesidad de lente alguna, como una brillaba mucho más que las demás. Colocó su ojo derecho en la óptica, cerrando el izquierdo a modo de guiño, y dirigió el artefacto hacia arriba, casi en posición vertical.

Allí estaba, brillaba con parpadeos rápidos, y parecía estar bailando en el manto de estrellas. Era una noche cálida pero ella sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Pasados unos minutos, o quizá una hora, no estaba segura, la estrella dejó de moverse y se fue apagando poco a poco, hasta alcanzar el mismo resplandor que el resto de luceros.

Aquella noche le costó conciliar el sueño.

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La nueva huésped del espacio vagaba buscando algo, una señal, algún indicio que facilitase su comprensión para lo que estaba sucediendo. La letra de la canción de bienvenida le perseguía, como queriendo transmitirle información.

En este nuevo mundo las almas se encuentran y se transforman. Como todas nosotras. Nada tienes que temer. No sientas tristeza, sino alegría. No sientas culpa, sino orgullo. Nada tienes que temer porque nosotras, las estrellas, somos luz. Aquí no existe el tiempo, solo el infinito. Y no temas, todo está bien, ya lo verás. Confía.

Todo está bien, pero no entendía a qué todo se refería. Se repetía la letra una y otra vez, como un mantra. Una y otra vez.

Y de repente, mientras tarareaba de nuevo la canción, o eso creía, lo supo. No sabía cómo lo sabía pero estaba seguro de que era así. Todo era un lío si intentaba expresarlo, pero en su fuero interno, en mente o alma o corazón, o lo que fuera en ese universo extraño, lo supo. Y se inclinó... Y la vió, a ella, igualita, terca como una mula, empeñada en ver algo en las alturas a través de aquel telescopio.

Empezó a dar saltos y con cada uno de ellos su luz se hacía más intensa. Quería hablar con ella, decirle que estaba ahí, que la veía. Pero ella no parecía darse cuenta. Aunque se percató de que siguió mucho rato enfocando donde se encontraba. «¿Podrá verme? Voy a saltar más alto y más rápido, así quizá se de cuenta y podamos establecer contacto». La estrella brincaba y brincaba pero no consiguió que ella la viera. Y se fue apagando. Ella, allí abajo, colocó el aparato en su posición original y desapareció.

En ese momento la estrella pareció despertar de un letargo no elegido y las luces que la rodeaban se unieron formando una especie de película. Una que ya había visto. No, una que ella había vivido. Era su vida, la anterior a esta, la terrenal. Fue un viaje triste y bonito a la vez, donde las risas se mezclaban con las lágrimas. Los vio a todos, allí estaban.

Sabía dónde estaba, lo acababa de comprender.

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Habían anunciado una lluvia de estrellas y ella no lo dudó. Limpió el telescopio con mimo y se sorprendió expresando en voz alta sus pensamientos o más bien sus deseos. Quería volver a ver aquella estrella, sentía que era especial, diferente a las demás.

Se notaba nerviosa, excitada y un poco temerosa. Desde el balcón echó la mirada al interior del salón con orgullo, allí estaban todos. Ojalá pudieran ver las estrellas, quería disfrutar del espectáculo con ellos, las personas que más adoraba en el mundo. Los observaba mientras jugaban a las cartas y entonces su hermana se levantó y la ayudó a preparar el reflector.

Cuando del cielo empezaron a caer estrellas salieron todos y contemplaron la maravillosa lluvia de luces.

Con los ojos brillantes directos al firmamento, sin lente de por medio, la vieron. Una estrella se desmarcó del resto, bailando a su rollo y usando su luz para dibujar en el cielo:

SIGO AQUÍ

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Érase una vez una estrella que viajó a una dimensión desconocida, sin previo aviso, dejando un vacío inmenso en este mundo terrenal.

Sé que has adivinado que estoy hablando de tí. Aunque no pueda tocarte ni verte, te siento, y cada noche, al mirar hacia el cielo, te busco entre todas las estrellas con las que compartes universo. Sigue bailando y brillando porque tú eras, eres y serás siempre luz.

Volveremos a vernos y ahora sé que sigues aquí.

Érase una vez una estrella que se llama... PAPÁ